Chile reacciona con indignación ante un caso de faenamiento de perros para consumo humano. La Fiscalía investiga y las redes sociales arden. Y sin embargo, cada día, en silencio, otros animales sufren en condiciones similares o peores. ¿Qué hace que el dolor de unos nos duela y el de otros nos parezca normal?
La noticia difundida hoy por medios chilenos sobre el presunto faenamiento de perros para consumo humano en la ciudad de Antofagasta, en el norte del país, ha generado, con razón, un repudio generalizado. La Fiscalía abrió una investigación de oficio, y la comunidad, profundamente alarmada, ha reaccionado con consternación. El horror de imaginar a perros siendo capturados, sacrificados y vendidos como carne ha tocado una fibra profunda en la sensibilidad colectiva.
Pero esta reacción – por más legítima, justa y necesaria que sea – también deja al descubierto una herida moral no resuelta: la del sufrimiento cotidiano, sistemático y normalizado de millones de otros animales, cuyos gritos nadie escucha, aunque son idénticos en intensidad y desesperación.
Cada día, en los mataderos de Chile y del mundo, vacas, cerdos, corderos y pollos – todos animales sensibles, con ganas de vivir, de jugar, de correr y de sentirse seguros – atraviesan procesos similares o incluso peores. También a ellos se les arrastra, se les encierra, se les somete al miedo, al dolor, al desmembramiento. También hay alaridos. También hay sierras. Pero ahí, nadie filma. Nadie se escandaliza. Nadie llama al fiscal regional, como ocurrió en Antofagasta.
No se trata de relativizar el sufrimiento de los perros – todo lo contrario. Se trata de tomar esa compasión, ese rechazo visceral que sentimos al leer la noticia, y extenderlo. De atrevernos a mirar más allá del marco que nos enseñaron. Porque el dolor no cambia según la especie. No hay sufrimiento de primera y sufrimiento de segunda. El horror no se vuelve menos horroroso solo porque esté legalizado o culturalmente normalizado.
Cuando una sociedad se escandaliza por el faenamiento de perros, pero al mismo tiempo promueve el consumo de carne de otros animales, está trazando una línea moral arbitraria. Una línea que no nace de la ética, sino de la costumbre.
En particular, no se trata de llamar hipócritas a quienes se indignan por este caso. Esa indignación es valiosa. Pero sí creemos que vale la pena reflexionar sobre por qué, como sociedad, aceptamos sin cuestionar otras formas de sufrimiento animal que no son menos crueles, solo más frecuentes. La reacción colectiva chilena es una prueba de que la empatía sigue viva. De que el alma colectiva aún tiene capacidad de indignación frente a la crueldad. Lo que se propone aquí es algo profundamente humano: no cerrar esa compuerta de empatía, sino abrirla más. Mirar a los ojos de otros animales, igual de inocentes, igual de vulnerables, y preguntarnos: ¿por qué no ellos también?
La violencia de los mataderos es extrema. Y sin embargo, se nos presenta como moderada, racional, incluso necesaria, y donde se practica “el sacrificio humanitario“. ¿No es eso, en el fondo, el verdadero extremismo? Justificar lo injustificable. Invisibilizar lo atroz. Convertir en rutina lo que, si ocurriera en un patio trasero con un perro, nos revolvería el estómago.
Hoy, como sociedad, tenemos una oportunidad. No solo para exigir justicia por los perros de Antofagasta, Chile, sino para cuestionar la estructura que sostiene este doble estándar. Para construir una ética que no dependa del animal en cuestión, sino del principio de que ningún ser que quiere vivir debería ser asesinado por placer, tradición o conveniencia.
El horror no debería ser selectivo. La compasión tampoco.
Por Héctor Pizarro
Sociedad Vegana