Han terminado en Chile las fiestas patrias, esos días que la mayoría asocia con identidad nacional, unidad y alegría. Pero bajo las guirnaldas tricolores, los manteles adornados y las parrillas encendidas late una verdad incómoda: para celebrar, cientos de miles de animales han debido morir.
Chile no es un caso aislado. En casi todos los rincones del mundo, las grandes festividades -nacionales, religiosas o familiares- se traducen en atracones de carne. Es parte de un patrón cultural que normaliza la matanza masiva de animales como ingrediente indispensable de la alegría humana.
Resulta imposible abstraerse de esa realidad. Los medios bombardean a los consumidores con publicidad cárnica, presentando la primavera y “el 18” como el pistoletazo de partida para la “temporada parrillera”. Durante esos días, quiérase o no, se respira por todas partes el inconfundible olor de los asados.
Tampoco faltan las convocatorias a los rodeos, considerados “deporte nacional” en Chile. Esta práctica consiste en inmovilizar a un ternero o novillo contra una pared acolchada en un ruedo o medialuna. Dos jinetes, los huasos, trabajan en pareja y buscan obtener puntos aplastando al animal contra la pared con la ayuda de sus caballos, usados como cuñas. Según la forma en que se empuje e inmovilice al ternero, se otorgan o descuentan puntos. El rodeo, reconocido como disciplina deportiva en los años 60, es defendido por algunos como una tradición pintoresca e histórica. Para otros, sin embargo, no es más que una forma de crueldad, comparable a las corridas de toros: a un ternero indefenso se le inflige dolor, estrés y daño para entretenimiento de jinetes y espectadores.
Para el vegano, estas fiestas no son son sólo una celebración -por lo demás legítima- sino también rituales de violencia masiva. Se les llama “tradición”, pero en realidad se trata de manifestaciones culturales que dependen, en gran parte, del sufrimiento de seres inocentes.
La fatiga moral del vegano
En este escenario, el vegano experimenta lo que podríamos llamar fatiga moral: un cansancio profundo, no físico sino espiritual, por vivir rodeado de incoherencia. Uno observa a familiares y conocidos -los mismos que acarician con ternura a un perro o a un gato- devorando con deleite el cuerpo de otros animales igualmente sensibles, igualmente deseosos de vivir.
La contradicción es tan evidente que desgasta. Día tras día, celebración tras celebración, el vegano enfrenta esta disonancia social, a veces abrumadora.
La importancia de no rendirse
La fatiga es real, pero no debe transformarse en apatía. Porque si algo necesita el movimiento vegano es resistencia – resistencia constante, paciente, inquebrantable.
Cada vegano que se mantiene firme, que escribe, que denuncia, que visibiliza, es un testimonio de que otra forma de vida es posible. Y aunque el entorno nos tache de exagerados, o quizás de aguafiestas en el contexto de las celebraciones, nunca antes en la historia había sido tan fácil hablar de veganismo. Nunca antes tanta gente había escuchado la palabra; nunca antes tantos se habían detenido a considerar la posibilidad de cambiar.
La fatiga moral es prueba de que estamos enfrentando una cultura profundamente arraigada. Y toda cultura de opresión parece indestructible hasta que un día se derrumba. Así ocurrió con la esclavitud, con el racismo legalizado, con la subordinación de las mujeres. La cultura carnívora no será la excepción.
Reconozcamos la fatiga, no la neguemos. El cansancio de ver sufrir a los animales, de observar tanta incoherencia e indiferencia, es real y legítimo. Pero no puede ser excusa para rendirse. Porque los animales no tienen opciones; no pueden “abstraerse” de las celebraciones de los humanos: están atrapados en la maquinaria de la explotación.
La cultura de la muerte podrá ser masiva, pero también lo es nuestra convicción. Aunque estemos cansados, seguimos aquí. Y seguiremos. Los sin voz necesitan quien hable por ellos.
Por Héctor Pizarro
Sociedad Vegana