La presión pública está haciendo tambalear una industria que durante medio siglo vivió del sufrimiento de perros Beagle.
El criadero MBR Acres, símbolo de la experimentación animal en Reino Unido, enfrenta su momento más difícil. Las campañas coordinadas de Animal Rising y sus aliados han logrado que más de 50 empresas corten vínculos con esta red de crueldad. El fin podría estar más cerca de lo que la industria imagina.
Tres meses después de nuestro artículo sobre los beagles criados para experimentación en MBR Acres, el movimiento sigue ganando fuerza. Animal Rising ha anunciado que más de 50 proveedores han roto vínculos con el criadero, una señal de que la presión ciudadana funciona. Gracias a campañas como “Project Phoenix” y “MBR Suppliers”, la cadena de suministro de esta industria cruel empieza a resquebrajarse.
Durante más de medio siglo, MBR Acres ha enviado miles de perros a laboratorios donde se les provoca ataques cardíacos, se les administra venenos y se les obliga a inhalar humo o sustancias tóxicas. Animales que, por su carácter dócil, jamás se defenderían. Esa misma docilidad, como señalábamos en agosto, es la que la industria convirtió en condena.
Hoy, con el juicio de los 20 activistas que en 2022 liberaron a 23 cachorros acercándose, Animal Rising recuerda que no se trata solo de un proceso judicial, sino de una oportunidad histórica para exponer una práctica que no tiene justificación alguna. No existe argumento ético ni científico que ampare el uso de animales cuando ya contamos con tecnologías capaces de reemplazar completamente estos métodos obsoletos.
Como señalábamos entonces, la inteligencia artificial, los órganos en chip y los modelos de tejido humano en 3D no son teorías futuristas: son herramientas ya en uso, más precisas y seguras que las pruebas con animales. Permiten predecir reacciones tóxicas, modelar enfermedades humanas y evaluar tratamientos sin infligir sufrimiento. La ciencia moderna ha superado a la crueldad, solo falta que la política lo reconozca.
La campaña “Camp Beagle” continúa, día y noche, frente a las puertas del criadero. Gracias a su persistencia, se ha logrado llevar el debate al Parlamento británico y forzar a los medios a mirar de frente lo que antes se ocultaba.
Denunciar a empresas como MBR Acres no es un acto simbólico: es una herramienta efectiva. La presión pública ya ha hecho retroceder a decenas de proveedores y ha situado la discusión en el centro de la conciencia colectiva. La industria sabe que su tiempo se acaba.
No podemos devolverles la vida a los beagles que murieron en silencio, pero sí podemos impedir que otros pasen por lo mismo. Cada vez que compartimos información, que firmamos una petición, que cuestionamos el statu quo, estamos contribuyendo a que esta barbarie deje de ser legal.
Animal Rising lo resume con claridad en su sitio web: no se trata solo de ganar en los tribunales, sino en la imaginación pública. Solo cuando entendamos que la compasión no es un delito y que la ciencia sin ética no es progreso, podremos decir que hemos aprendido algo de esos perros que, incluso heridos, seguían confiando en nosotros.
El cambio está en marcha. Hagamos que esta vez no se detenga.
Tras la mortandad de salmones en Mowi, ahora es Bakkafrost que acapara titulares, no por mejorar el bienestar de sus peces, sino por intentar silenciar a quienes denuncian sus abusos.
En lugar de abrir sus jaulas a la transparencia, Bakkafrost —la multinacional feroesa que controla cerca del 20% del salmón cultivado en el Reino Unido— ha optado por blindarse en los tribunales. Lejos de responder a las crecientes denuncias de maltrato animal, contaminación y opacidad, ha pedido a un juez escocés que imponga una orden judicial para prohibir al activista Don Staniford, y a cualquiera que colabore con él, acercarse a menos de 15 metros de sus más de 200 granjas, barcos, fábricas y oficinas, escribe hoy The Guardian.
Lo que intenta Bakkafrost no es la defensa de una supuesta “propiedad privada”. Es la aplicación clásica de una SLAPP (strategic lawsuit against public participation): demandas estratégicas cuyo objetivo no es ganar en derecho, sino amedrentar a críticos, periodistas y activistas. En otras palabras: silenciar la verdad a golpe de intimidación judicial.
Una industria plagada de sufrimiento y ocultamiento
La salmonicultura no es un negocio limpio ni ético. Basta con observar lo que ha ocurrido en Noruega, donde la multinacional Mowi fue desenmascarada con cifras de mortalidad masiva y fotografías de salmones devorados por piojos, con heridas abiertas y carne putrefacta. En algunos centros, hasta el 80% de los peces estaban tan dañados que ni siquiera podían comercializarse.
Los informes de la Autoridad Noruega de Seguridad Alimentaria confirmaron negligencia, descontrol sanitario y un patrón claro: el lucro prima sobre el bienestar animal. Esa es la misma industria en la que opera Bakkafrost con sus jaulas superpobladas, peces obligados a nadar en círculos en aguas inmundas, infestaciones de parásitos y prácticas crueles como el despiojamiento térmico, donde los salmones son sumergidos en agua a una temperatura que, para una especie de aguas frías, es percibida como hirviente, provocándoles sufrimiento extremo e incluso la muerte.
Nada de esto aparece en los coloridos folletos corporativos de Bakkafrost. Allí solo hay palabras como “sostenibilidad” y “bienestar”. Pero los activistas que documentan la realidad muestran otra cara: salmones con llagas, escapes masivos de peces enfermos al ecosistema, descargas químicas ilegales y una capa de sedimento putrefacto, cada vez más gruesa, en el fondo marino. La respuesta de la empresa no ha sido corregir sus abusos, sino blindarse de las cámaras y de la denuncia pública.
El intento de sofocar la libertad de expresión
Lo que pide Bakkafrost al tribunal de Dunoon, Escocia, es desproporcionado y peligroso: que no solo Staniford, sino cualquiera “que actúe en su nombre o bajo su instrucción”, sea perseguido si se acerca a sus instalaciones. Una medida de este tipo no solo amenaza con cárcel a los activistas, también busca intimidar a periodistas y cineastas que acompañen sus investigaciones.
Las organizaciones de derechos civiles han sido claras: estas restricciones generan un efecto paralizador sobre la sociedad. Si se permite, ¿quién se atreverá a seguir documentando lo que ocurre en las profundidades turbias de esta industria multimillonaria?
No es casualidad. Mowi ya intentó una jugada similar contra Staniford, fracasó en tribunales, y ahora lo persigue con una deuda judicial de 123.000 libras esterlinas. La estrategia es simple: aunque no logren callarlo por completo, buscan ahogarlo en juicios, costas procesales y desgaste personal.
La cría industrial de salmón es un negocio cimentado en el sufrimiento animal y la destrucción ecológica. Los peces no son números en una hoja de cálculo: son seres sensibles que padecen heridas, asfixia, infecciones y agonías interminables en jaulas flotantes. Cada kilo de salmón de piscifactoría es un kilo de dolor, disfrazado bajo etiquetas de “lujo gastronómico” y “salud”.
Cuando una empresa como Bakkafrost invierte más en abogados que en mejorar el bienestar de los peces o la transparencia de sus procesos, nos está diciendo claramente cuáles son sus prioridades: el lucro por encima de la vida.
El caso Bakkafrost es un síntoma más de la podredumbre estructural de esta industria. Una industria que no soporta la luz pública, que se atrinchera en despachos de abogados y que pretende encarcelar a quienes exhiben su verdadera cara.
El consumidor tiene derecho a saber qué ocurre tras las rejas de las piscifactorías. Y la sociedad tiene la obligación de defender el derecho a investigar y denunciar abusos. Callar sería complicidad.
Detrás de cada filete de salmón de piscifactoría no solo hay peces hacinados y sufrimiento animal: también hay censura, opacidad y un intento descarado de suprimir la verdad. Por ello, es hora de quitarle la máscara a Bakkafrost. Ni la represión judicial ni el marketing verde pueden ocultar lo que realmente es: una maquinaria de sufrimiento animal y de desprecio por la libertad de expresión.
Han terminado en Chile las fiestas patrias, esos días que la mayoría asocia con identidad nacional, unidad y alegría. Pero bajo las guirnaldas tricolores, los manteles adornados y las parrillas encendidas late una verdad incómoda: para celebrar, cientos de miles de animales han debido morir.
Chile no es un caso aislado. En casi todos los rincones del mundo, las grandes festividades -nacionales, religiosas o familiares- se traducen en atracones de carne. Es parte de un patrón cultural que normaliza la matanza masiva de animales como ingrediente indispensable de la alegría humana.
Resulta imposible abstraerse de esa realidad. Los medios bombardean a los consumidores con publicidad cárnica, presentando la primavera y “el 18” como el pistoletazo de partida para la “temporada parrillera”. Durante esos días, quiérase o no, se respira por todas partes el inconfundible olor de los asados.
Tampoco faltan las convocatorias a los rodeos, considerados “deporte nacional” en Chile. Esta práctica consiste en inmovilizar a un ternero o novillo contra una pared acolchada en un ruedo o medialuna. Dos jinetes, los huasos, trabajan en pareja y buscan obtener puntos aplastando al animal contra la pared con la ayuda de sus caballos, usados como cuñas. Según la forma en que se empuje e inmovilice al ternero, se otorgan o descuentan puntos. El rodeo, reconocido como disciplina deportiva en los años 60, es defendido por algunos como una tradición pintoresca e histórica. Para otros, sin embargo, no es más que una forma de crueldad, comparable a las corridas de toros: a un ternero indefenso se le inflige dolor, estrés y daño para entretenimiento de jinetes y espectadores.
Para el vegano, estas fiestas no son son sólo una celebración -por lo demás legítima- sino también rituales de violencia masiva. Se les llama “tradición”, pero en realidad se trata de manifestaciones culturales que dependen, en gran parte, del sufrimiento de seres inocentes.
En este escenario, el vegano experimenta lo que podríamos llamar fatiga moral: un cansancio profundo, no físico sino espiritual, por vivir rodeado de incoherencia. Uno observa a familiares y conocidos -los mismos que acarician con ternura a un perro o a un gato- devorando con deleite el cuerpo de otros animales igualmente sensibles, igualmente deseosos de vivir.
La contradicción es tan evidente que desgasta. Día tras día, celebración tras celebración, el vegano enfrenta esta disonancia social, a veces abrumadora.
La importancia de no rendirse
La fatiga es real, pero no debe transformarse en apatía. Porque si algo necesita el movimiento vegano es resistencia – resistencia constante, paciente, inquebrantable.
Cada vegano que se mantiene firme, que escribe, que denuncia, que visibiliza, es un testimonio de que otra forma de vida es posible. Y aunque el entorno nos tache de exagerados, o quizás de aguafiestas en el contexto de las celebraciones, nunca antes en la historia había sido tan fácil hablar de veganismo. Nunca antes tanta gente había escuchado la palabra; nunca antes tantos se habían detenido a considerar la posibilidad de cambiar.
La fatiga moral es prueba de que estamos enfrentando una cultura profundamente arraigada. Y toda cultura de opresión parece indestructible hasta que un día se derrumba. Así ocurrió con la esclavitud, con el racismo legalizado, con la subordinación de las mujeres. La cultura carnívora no será la excepción.
Reconozcamos la fatiga, no la neguemos. El cansancio de ver sufrir a los animales, de observar tanta incoherencia e indiferencia, es real y legítimo. Pero no puede ser excusa para rendirse. Porque los animales no tienen opciones; no pueden “abstraerse” de las celebraciones de los humanos: están atrapados en la maquinaria de la explotación.
La cultura de la muerte podrá ser masiva, pero también lo es nuestra convicción. Aunque estemos cansados, seguimos aquí. Y seguiremos. Los sin voz necesitan quien hable por ellos.
La vuelta del atún rojo a las costas británicas, un acontecimiento esperanzador para la biodiversidad, se ha tornado, paradójicamente, en una nueva arena para la pesca deportiva de captura y suelta, una “lucha” o “juego” que solo causa sufrimiento y muerte.
La capacidad de la naturaleza para recuperarse, incluso después de décadas de explotación humana, es a menudo una fuente de esperanza y asombro. Sin embargo, ¿qué sucede cuando esa misma recuperación se convierte en una nueva oportunidad para el “entretenimiento” humano a costa del sufrimiento animal? Esta es la inquietante pregunta que plantea el escritor y activista George Monbiot en un artículo publicado hoy en The Guardian, “Bluefin tuna are miraculously returning to UK shores – only to be tormented for ‘sport’“. Su crítica a la “pesca deportiva” del atún rojo nos ofrece un punto de partida para reflexionar sobre nuestras propias prácticas de “diversión” basadas en el tormento de otros seres vivos.
Monbiot enfatiza que esta “pesca deportiva” es, en su mayoría, de tipo “catch and release” (captura y suelta). Esto significa que, después de una extenuante “lucha”, los atunes son devueltos al mar. Sin embargo, como el autor detalla, esto dista mucho de ser una acción benévola o sin consecuencias. El concepto es engañoso. El “deportista” va sentado en una lancha mientras un tripulante lo asiste. Cuando un atún muerde el anzuelo, el “deportista”, sujeto a un arnés o en una “silla de lucha” (fighting chair), comienza a “jugar” con el pez hasta el agotamiento extremo. Esta “lucha” unilateral puede durar 30 minutos o más, llevando al pez al límite de sus fuerzas.
Monbiot subraya que, aunque se les libere, la supervivencia del atún es incierta. Cita un estudio australiano que reporta una tasa de mortalidad del 17% después de la liberación, una cifra que los ecologistas marinos creen que es incluso mayor en condiciones reales de pesca. Los atunes rojos son peces parcialmente de sangre caliente que se sobrecalientan y sufren un daño celular irreparable debido a la pérdida de oxígeno durante la “lucha” prolongada. Necesitan sumergirse a aguas frías y profundas para recuperarse, algo que a menudo les resulta imposible si son pescados en aguas poco profundas o si su agotamiento es demasiado severo. Soltar al pez no elimina el profundo sufrimiento físico y el trauma que experimenta, y a menudo, su eventual muerte lenta y dolorosa.
La insuficiencia masculina – fingiendo virilidad frente a un animal extenuado
Monbiot profundiza en una crítica social y psicológica cuando se refiere a esta actividad como una “fiebre del oro para sacar provecho del mercado de la insuficiencia masculina”. Con esta frase, el autor sugiere que esta forma de pesca puede ser un medio para que algunos hombres busquen validar o compensar su masculinidad a través de una demostración artificial de fuerza y dominio sobre la naturaleza.
El escritor califica la actividad como “una forma verdaderamente patética de gratificación machista” y un “medio sin riesgo de enfrentarse a la naturaleza”. La ausencia de peligro real para el pescador (quien opera con equipo sofisticado y desde la seguridad de una lancha), para la “conquista” de un animal tan grande y poderoso, se convierte en una vía para afirmar la virilidad o la autoestima. Es una crítica mordaz a la idea de que la masculinidad debe ser probada mediante el control, la humillación o el sufrimiento de otros seres vivos, especialmente cuando esto se realiza en un entorno que minimiza el esfuerzo o el riesgo genuino del humano. La compensación se da en la búsqueda de una validación externa de la masculinidad, proyectada como una “victoria” sobre la naturaleza.
Además, Monbiot denuncia que estos “deportistas” y las empresas del rubro ignoran sistemáticamente el código de conducta establecido. Se observan prácticas como la pesca en aguas poco profundas (donde los atunes tienen menos posibilidades de recuperarse), el uso de anzuelos dobles prohibidos, “jugar” con los peces durante 90 minutos cuando se recomienda un mínimo, e incluso el uso de grandes garfios para sujetar al pez junto al barco, que están expresamente prohibidos. Monbiot da cuenta de numerosos hallazgos de atunes rojos muertos en las costas británicas, lo que sugiere un vínculo directo con esta pesca.
Más allá del agotamiento y el shock resultantes de la “lucha”, no podemos obviar el daño físico directo. El anzuelo desgarra tejidos internos y externos del atún durante la feroz lucha por liberarse. Y como si eso no fuera suficiente tormento, el trauma se agudiza cuando el humano, con guantes y alicates, debe retorcer y arrancar brutalmente el anzuelo incrustado, infligiendo heridas adicionales y dolor agudo en el procedimiento de “liberación” que, a menudo, es solo una sentencia de muerte diferida. Un tripulante de lancha, en un podcast, resume la situación de los peces liberados con un lapidario “están jodidos”.
Monbiot concluye que lo que se ha gestado no es un lobby para la protección del atún, sino una “fiebre del oro para sacar provecho del mercado de la insuficiencia masculina”. Critica la competencia por atrapar la mayor cantidad de peces en un día, una práctica que impide una recuperación adecuada de los animales.
En lugar de esta “pesca deportiva”, Monbiot propone una alternativa: el avistamiento de atunes. Podría ser una gran atracción turística, generando ingresos y empleo local, permitiendo a las personas maravillarse con estos gigantes marinos en su hábitat natural, saltando y cazando, un espectáculo “de los más grandes y fiables de la Tierra”. Su propuesta final es audaz: que toda la megafauna, incluido el atún rojo, sea tratada como ballenas y delfines, como animales que ya no se cazan ni se matan. Aboga por la creación de un santuario en aguas del Reino Unido para una especie maravillosa que es perseguida en otros lugares.
Las conclusiones de George Monbiot resuenan profundamente con nuestra perspectiva en Sociedad Vegana. El caso del atún rojo es un claro ejemplo de cómo la búsqueda de “diversión”, “entretenimiento” o “deporte” por parte de los humanos puede traducirse directamente en tormento, sufrimiento y muerte para otros seres sintientes.
Aquí no se trata de la necesidad de alimentarse, sino de una actividad puramente recreativa que explota la vida y el cuerpo de un animal. La paradoja es evidente: en Reino Unido celebran el regreso “milagroso” de una especie, y en lugar de ofrecerle protección incondicional, la convierten en un objeto de “deporte” y “conquista”. La noción de “jugar” con un pez hasta el agotamiento, para luego liberarlo con una alta probabilidad de muerte, es una manifestación de una profunda desconexión con la vida y la capacidad de sentir del animal.
Lo que queda claro es que la ética de cualquier “diversión” que implica el sufrimiento deliberado de otro ser vivo es inherentemente cuestionable. La diferencia entre el terror que siente un atún arrastrado y agotado, y el terror de un animal en una granja cualquiera, es una diferencia de especie, no de intensidad de sufrimiento.
La propuesta de Monbiot de una industria de avistamiento de atunes es un modelo que deberíamos adoptar universalmente: disfrutar de la naturaleza y sus habitantes a través de la observación, el respeto y la no interferencia, en lugar de la dominación y la explotación. Reconocer el valor intrínseco de cada vida y expandir nuestro círculo de compasión más allá de nuestras conveniencias o tradiciones es el camino hacia una relación más ética y sostenible con el planeta y todos sus habitantes. La naturaleza no necesita ser capturada ni sometida para ser apreciada; solo necesita ser vista, respetada y protegida. Es hora de que nuestras “diversiones” evolucionen hacia formas que celebren la vida, en lugar de atormentarla.
La docilidad de los beagles, esa ternura que los convierte en compañeros perfectos para las familias, es precisamente la razón por la que laboratorios como el británico MBR Acres los crían masivamente para torturarlos. Forzados a ataques cardíacos, intoxicaciones químicas y enfermedades, estos perros siguen mirando con confianza a quienes les infligen el sufrimiento. ¿Hasta cuándo lo permitiremos?
En 2022, un grupo de activistas de Animal Rising entró al criadero Marshall BioResources Acres (MBR Acres), cerca de Cambridge, Inglaterra, y liberó a 23 cachorros beagle de un destino atroz: una vida entera de experimentos crueles en laboratorios. Fue una acción directa, planificada para salvar vidas concretas. Sin embargo, tres años después, esas mismas personas -20 en total- se enfrentan a un juicio que podría condenarlas hasta 10 años de prisión por “robo” y “posesión de bienes robados”.
La ironía es abrumadora: la justicia británica trata a estos perros como “propiedad robada” y a sus rescatistas como delincuentes, mientras que quienes lucran con su sufrimiento operan con licencias legales desde hace décadas.
Por qué beagles
La elección de esta raza por parte de la industria no es casualidad. Según reconoce incluso la documentación oficial, los beagles son utilizados masivamente debido a su “naturaleza dócil”. Tal como un técnico de laboratorio declaró al Free Beagle Project:
“No se defienden. Nos dejan hacerles lo que queramos, por eso nos gustan los beagles.”
Detrás de esa frase hay un retrato crudo: perros que nunca morderán, que soportarán inyecciones dolorosas, ataques cardíacos provocados, alimentación forzada con químicos tóxicos y enfermedades introducidas deliberadamente, todo mientras miran a sus agresores con confianza.
Cada año, MBR Acres cría hasta 2.000 beagles para venderlos a los 16 semanas de edad a laboratorios donde la vida se reduce a un protocolo de sufrimiento. Un informe del Ministerio del Interior británico (2020) reveló que el 67 % de los procedimientos consistía en la administración forzada de sustancias químicas hasta por 90 días, sin anestesia ni alivio del dolor.
La oportunidad de poner a la industria en el banquillo
El juicio contra estos 20 activistas no es solo una amenaza a la libertad de personas que arriesgaron todo por salvar vidas; es una oportunidad histórica para exponer públicamente un modelo de “ciencia” que ya no se sostiene ni ética ni técnicamente.
Este enfoque, junto con tecnologías como los órganos en chip y los modelos de tejido humano en 3D, demuestra que existen alternativas más fiables, éticas y reproducibles que los experimentos en animales. Incluso organismos reguladores como la FDA y la EMA han comenzado a mostrar interés en integrar estas herramientas en sus procesos.
El mensaje era -y sigue siendo- muy claro: no hay justificación ética para seguir torturando seres vivos cuando la ciencia ya dispone de medios superiores para garantizar la seguridad de los medicamentos. A pesar de ello, el gobierno británico continúa avalando la cría y uso de beagles como si fuera inevitable.
Animal Rising plantea la pregunta que todos deberíamos hacernos: “Si la sociedad rechaza abiertamente la crueldad hacia los perros en cualquier otro contexto, ¿por qué seguimos permitiéndola bajo el pretexto de la ciencia?”
Camp Beagle: la protesta que no cesa
Aparte de la acción directa de Animal Rising, cabe mencionar que desde julio de 2021 la campaña Camp Beagle mantiene una presencia ininterrumpida, día y noche, frente a las puertas de MBR Acres, denunciando lo que ocurre dentro: un criadero industrial de beagles desterrados de la luz, del contacto humano y condenados a la experimentación científica. Su dedicación incansable ha conseguido, entre otras cosas, que más de 200 000 personas firmaran una petición en 2025, lo que derivó en un debate parlamentario sobre el fin del uso de perros en pruebas de laboratorio. Además, Camp Beagle honra simbolicamente a los beagles sin nombre: placas con nombres grabados en collares recuerdan su existencia frente al criadero. Incluso han rastreado actividades clandestinas como entregas nocturnas de gas para presionar a proveedores a romper la cadena de abastecimiento.
Una línea que no deberíamos cruzar
Paralelamente, este caso revela algo igual de inquietante que la brutalidad institucionalizada: nuestra capacidad de ignorar, convenientemente, algunas realidades. Durante más de seis décadas, MBR Acres ha explotado la docilidad de estos animales. Pero, como subraya Animal Rising, lo único que no ha cambiado en todo este tiempo es la naturaleza confiada y afectuosa de los beagles. Así, esa misma inocencia que debería inspirar protección, se ha convertido en la razón de su condena.
No se trata solo de 20 activistas, ni siquiera solo de 23 cachorros rescatados. Se trata de una industria entera basada en la vulnerabilidad de quienes no pueden defenderse, y de un sistema legal que, en lugar de perseguir a quienes torturan a seres inocentes, persigue a quienes lo detienen.
Este juicio no debería ser contra la compasión, sino contra la crueldad. Y cada persona que ama a un perro debería sentir que este es también su caso.
Más información y formas de apoyar la campaña de Animal Rising en esta página.
La prensa es unánime: “Trágica muerte de un cazador estadounidense tras ser embestido por un búfalo en Sudáfrica.” Y una frase resalta entre todas: “ataque no provocado” por parte del animal. En este artículo desmontamos esa peligrosa hipocresía.
“Un ataque repentino y no provocado.” Así lo declaró la empresa de safaris de caza que organizó el viaje, CV Safaris, al referirse al animal que mató a Asher Watkins, un empresario de Texas de 52 años, mientras rastreaba un búfalo del Cabo de 1,3 toneladas junto con sus guías.
¿No provocado? ¿Mientras tres humanos armados rastrean silenciosamente a un animal salvaje, con la intención de dispararle a quemarropa, por pura diversión, por vanidad, por una foto para subir a Facebook junto a su cadáver?
Esta narrativa absurda coincide exactamente con el discurso que escuchamos cuando un torero es corneado por un toro que ha sido drogado, debilitado y torturado con lanzas y banderillas: “una tragedia inesperada”, “un accidente”.
¿Hasta cuándo vamos a seguir fingiendo que las los victimarios son las víctimas?
La narrativa invertida
Cuando un cazador rastrea, persigue y asesina por entretenimiento, se le llama “deportista”. Cuando un búfalo reacciona, defiende su vida y embiste, se le llama “la muerte negra”, según la forma en que medios como Metro optan por referirse a esta especie.
Y cuando un torero muere bajo los cuernos del animal que estaba masacrando públicamente por dinero, se le canoniza como mártir de la tradición, de la “fiesta taurina”.
Vivimos en una sociedad que se conmueve hasta las lágrimas por el cazador muerto, pero ignora por completo a las decenas de miles de animales que estos “aventureros” eliminan cada año en nombre del ego y el espectáculo.
Asher Watkins era un hombre que, según su biografía, “pasó la mayor parte de su vida al aire libre y en ranchos”. En sus redes sociales posaba con cadáveres de ciervos, pumas y otros animales salvajes (ver ilustración, tomada de Facebook, donde Watkins posa orgulloso con su víctima, un puma).
El búfalo que terminó con su vida no era una amenaza. No estaba invadiendo su casa. No buscaba hacerle daño. Simplemente hizo lo que cualquier ser vivo con miedo haría: defenderse.
La moral a conveniencia
La industria de la caza justifica estas muertes como “trágicas”, “inesperadas” y “no provocadas”. Pero lo cierto es que no hay nada de inesperado ni de trágico cuando alguien que mata animales salvajes por placer muere en el intento.
La tragedia real no es la muerte del cazador.
La tragedia es que miles como él se embarcan cada día en “safaris” para asesinar a animales inteligentes y sensibles por el placer de tener una cabeza disecada en la pared del salón.
La tragedia es que se considera “valiente” matar a distancia con un rifle a un animal desarmado.
La tragedia es que se sigue alimentando este relato falso donde los cazadores son individuos intrépidos, dignos de admiración, y los animales, simples trofeos.
La familia de Asher Watkins ha perdido a uno de los suyos. Como todo duelo, merece respeto. Pero eso no puede impedirnos señalar la verdad incómoda: su muerte fue consecuencia directa de una actividad inmoral y cruel.
No fue un accidente natural. No fue una desgracia sin motivo. Fue el resultado lógico de entrar al hábitat de un animal salvaje con intenciones de matarlo.
Y si eso no es provocación, entonces, ¿qué lo es?
Tal vez haya en esta historia una oportunidad. Una pequeña rendija para que empecemos a cuestionar no solo la hipocresía del lenguaje, sino la profunda perversión de un sistema que glorifica la caza, romantiza la tortura y disfraza el sadismo de tradición o deporte.
Chile reacciona con indignación ante un caso de faenamiento de perros para consumo humano. La Fiscalía investiga y las redes sociales arden. Y sin embargo, cada día, en silencio, otros animales sufren en condiciones similares o peores. ¿Qué hace que el dolor de unos nos duela y el de otros nos parezca normal?
La noticia difundida hoy por medios chilenos sobre el presunto faenamiento de perros para consumo humano en la ciudad de Antofagasta, en el norte del país, ha generado, con razón, un repudio generalizado. La Fiscalía abrió una investigación de oficio, y la comunidad, profundamente alarmada, ha reaccionado con consternación. El horror de imaginar a perros siendo capturados, sacrificados y vendidos como carne ha tocado una fibra profunda en la sensibilidad colectiva.
Pero esta reacción – por más legítima, justa y necesaria que sea – también deja al descubierto una herida moral no resuelta: la del sufrimiento cotidiano, sistemático y normalizado de millones de otros animales, cuyos gritos nadie escucha, aunque son idénticos en intensidad y desesperación.
Cada día, en los mataderos de Chile y del mundo, vacas, cerdos, corderos y pollos – todos animales sensibles, con ganas de vivir, de jugar, de correr y de sentirse seguros – atraviesan procesos similares o incluso peores. También a ellos se les arrastra, se les encierra, se les somete al miedo, al dolor, al desmembramiento. También hay alaridos. También hay sierras. Pero ahí, nadie filma. Nadie se escandaliza. Nadie llama al fiscal regional, como ocurrió en Antofagasta.
No se trata de relativizar el sufrimiento de los perros – todo lo contrario. Se trata de tomar esa compasión, ese rechazo visceral que sentimos al leer la noticia, y extenderlo. De atrevernos a mirar más allá del marco que nos enseñaron. Porque el dolor no cambia según la especie. No hay sufrimiento de primera y sufrimiento de segunda. El horror no se vuelve menos horroroso solo porque esté legalizado o culturalmente normalizado.
Cuando una sociedad se escandaliza por el faenamiento de perros, pero al mismo tiempo promueve el consumo de carne de otros animales, está trazando una línea moral arbitraria. Una línea que no nace de la ética, sino de la costumbre.
En particular, no se trata de llamar hipócritas a quienes se indignan por este caso. Esa indignación es valiosa. Pero sí creemos que vale la pena reflexionar sobre por qué, como sociedad, aceptamos sin cuestionar otras formas de sufrimiento animal que no son menos crueles, solo más frecuentes. La reacción colectiva chilena es una prueba de que la empatía sigue viva. De que el alma colectiva aún tiene capacidad de indignación frente a la crueldad. Lo que se propone aquí es algo profundamente humano: no cerrar esa compuerta de empatía, sino abrirla más. Mirar a los ojos de otros animales, igual de inocentes, igual de vulnerables, y preguntarnos: ¿por qué no ellos también?
La violencia de los mataderos es extrema. Y sin embargo, se nos presenta como moderada, racional, incluso necesaria, y donde se practica “el sacrificio humanitario“. ¿No es eso, en el fondo, el verdadero extremismo? Justificar lo injustificable. Invisibilizar lo atroz. Convertir en rutina lo que, si ocurriera en un patio trasero con un perro, nos revolvería el estómago.
Hoy, como sociedad, tenemos una oportunidad. No solo para exigir justicia por los perros de Antofagasta, Chile, sino para cuestionar la estructura que sostiene este doble estándar. Para construir una ética que no dependa del animal en cuestión, sino del principio de que ningún ser que quiere vivir debería ser asesinado por placer, tradición o conveniencia.
El horror no debería ser selectivo. La compasión tampoco.
Imagina entrar al supermercado y que cada producto de origen animal te cuente su verdadera historia. Una que hable de castración sin anestesia o de picos recortados. Esto no es una utopía; es la realidad que llegará a Suiza en 2026, un avance que pone en jaque a toda una industria.
Un cambio sin precedentes está a punto de llegar a los supermercados suizos. El Consejo Federal ha aprobado una legislación pionera que marcará un antes y un después en la transparencia alimentaria y la defensa de los animales. A partir del 1 de marzo de 2026, la verdad sobre el sufrimiento animal dejará de estar oculta tras un empaque atractivo.
La verdad al descubierto: ¿Qué implica la nueva ley?
Esta pionera medida obliga a que todos los productos de origen animal, tanto locales como importados, informen explícitamente si los animales fueron sometidos a prácticas dolorosas sin anestesia. Procedimientos estandarizados por la industria como la castración de lechones, el descorne de terneros o el recorte de picos en aves ya no podrán ser ignorados por quienes consumen.
La ley es contundente y no deja lugar a ambigüedades. Incluso productos como el foie gras, cuya producción está prohibida en Suiza por su extrema crueldad, deberán llevar una etiqueta de advertencia si son importados. El mensaje es claro: la responsabilidad no termina en las fronteras.
Un modelo a seguir: el efecto dominó que esperamos
La iniciativa de Suiza es mucho más que una simple etiqueta; es un cuestionamiento directo al corazón del sistema de explotación animal. Arroja luz sobre una realidad que la industria ganadera se ha esforzado durante décadas en camuflar con imágenes de granjas felices y un marketing engañoso.
Nos preguntamos: ¿Y si todos los países hicieran lo mismo? ¿Si cada cartón de leche o bandeja de carne tuviera que confesar el dolor que hay detrás? Este es el tipo de transparencia que puede provocar un cambio de conciencia masivo. Es una herramienta poderosa para desmontar la disonancia cognitiva que permite a la sociedad indignarse por el maltrato a un perro, pero ignorar el sufrimiento sistemático de una vaca, un cerdo o una gallina.
Nuestra lucha, nuestra voz: ¿qué significa esto para el veganismo?
Como personas veganas o en transición, esta noticia es una validación de nuestra lucha. Confirma lo que llevamos años diciendo: que la opacidad es el principal aliado de la crueldad y que la información es poder. Este avance nos da un motivo renovado para seguir educando, conversando y demostrando que existen alternativas deliciosas y éticas.
Esta ley no es la solución final, pues no busca abolir la explotación, pero sí rompe el silencio cómplice. Es una grieta en el muro de la indiferencia.
Celebremos este paso, pero recordemos que nuestra meta es un mundo donde no haya sufrimiento que etiquetar. Que cada elección que haces, cada plato basado en plantas que compartes y cada conversación que inicias sea parte de esta revolución compasiva. Porque cada acto cuenta y, juntos, estamos construyendo un futuro donde la coherencia y el respeto por todos los seres vivos sean la norma, no la excepción.
Un informe del Animal Welfare Institute revela prácticas inhumanas sistemáticas en mataderos estadounidenses. Animales mutilados vivos, terneros muertos en transporte y nula respuesta legal. El Estado brilla por su ausencia.
En los mataderos de Estados Unidos, donde cada año se asesinan más de 38 mil millones de aves y 660 millones de mamíferos terrestres, se perpetúa en silencio una tragedia sistemática. La reciente investigación publicada por el Animal Welfare Institute (AWI), titulada “Humane Slaughter Update: Federal and State Oversight of the Welfare of Livestock at Slaughter”, desvela una realidad horrorosa: la ley que supuestamente protege a los animales durante su matanza —la Humane Methods of Slaughter Act (HMSA)— no solo se viola de forma recurrente, sino que además esas violaciones rara vez enfrentan consecuencias legales.
Entre 2019 y 2022, las inspecciones en plantas de matanza federales y estatales revelaron patrones inaceptables: uso excesivo de fuerza para arrear animales, maltrato a animales discapacitados, fallos repetidos en la insensibilización previa al degüello, y procedimientos dolorosos realizados mientras los animales aún estaban conscientes. En una planta, por ejemplo, un cerdo recibió cinco disparos fallidos antes de ser finalmente aturdido, prolongando su agonía en un acto brutal e innecesario.
El problema no es solo la violencia, sino la impunidad: desde al menos 2007, el Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA) no ha iniciado ni un solo proceso penal contra las más de 800 plantas de sacrificio federales. Tampoco ha derivado casos a las autoridades locales, ni ha presionado para que se apliquen las leyes estatales contra la crueldad animal. Mientras tanto, miles de animales siguen siendo torturados legalmente en nombre de una industria que prioriza la eficiencia económica sobre el mínimo bienestar.
El informe de AWI denuncia también la exclusión deliberada de las aves —la mayoría de los animales asesinados para consumo humano— de la protección de la HMSA. Esto significa que pollos, pavos y otras aves son rutinariamente degollados en masa sin insensibilización, en condiciones de terror y sufrimiento indescriptibles. En las sombras de este sistema, la muerte no es solo un fin: es un proceso de violencia planificada.
AWI, una organización fundada en 1951, ha sido durante décadas una voz firme en defensa de los animales explotados por la industria. Su trabajo ha sido crucial en la creación y reforma de leyes federales, incluyendo la aprobación de la HMSA en 1958 y su enmienda en 1978. A pesar de sus esfuerzos jurídicos y de concienciación, el USDA continúa optando por la “autorregulación voluntaria” de la industria, una estrategia que ha demostrado ser tan inútil como complaciente.
Casos como el de la planta Ida Meats en Idaho, donde murieron aproximadamente 4.000 terneros recién nacidos durante el transporte sin que se abriera siquiera una investigación, muestran la escala del abandono institucional. Y en Iowa, donde inspectores documentaron 250 incidentes de maltrato con instrumentos eléctricos y físicos, tampoco hubo derivación a la justicia penal.
El informe concluye con recomendaciones claras: mayor formación de los trabajadores, revisión obligatoria de los dispositivos de insensibilización, sanciones escalonadas para reincidentes, y cooperación con las autoridades estatales para procesar criminalmente los casos de abuso deliberado.
En Sociedad Vegana consideramos que esta situación no es una falla del sistema: es el sistema. Un aparato diseñado para ocultar el sufrimiento tras puertas metálicas, etiquetas con caricaturas de animales sonrientes y carne empacada. Un aparato cuya existencia depende del silencio social, la desinformación institucional y la desensibilización moral. Mientras sigamos considerando a los animales como productos en lugar de individuos sintientes, estos horrores no solo continuarán, sino que se intensificarán.
No hay forma humana de matar a un animal que no quiere morir, que siente miedo y dolor. Los horrores detallados en el informe de AWI –los aturdimientos fallidos, los animales desmembrados conscientes, los terneros que mueren asfixiados en camiones– no son anomalías; son la manifestación más cruda de un sistema diseñado para convertir vidas en productos al menor costo posible.
Frente a esta barbarie, el veganismo no es solo una opción dietética: es un acto de resistencia ética. La única forma real de asegurar que ningún animal sufra a manos de esta industria es no financiarla. Al elegir alternativas vegetales, no solo salvamos innumerables vidas del tormento, sino que también enviamos un mensaje claro: no estamos dispuestos a ser cómplices de esta crueldad sistemática. Es un acto de compasión, una protesta silenciosa pero poderosa contra un sistema que ha perdido su humanidad, si es que alguna vez la tuvo.
Esta semana, la Cámara de Representantes de Oklahoma, Estados Unidos, dio un paso preocupante al impulsar un proyecto de ley dirigido claramente a detener el progreso y proteger intereses arraigados.
Citando preocupaciones de seguridad alimentaria y el “derecho de los habitantes de Oklahoma de comer carne real de animales reales”, legisladores de ese estado aprobaron el martes 25 de marzo una medida que prohibirá las alternativas de carne cultivada en laboratorio, reporta la publicación Oklahoma Voice. El representante Ty Burns, republicano, dijo que la medida es necesaria para proteger a los habitantes de Oklahoma y su cultura, así como a la industria agrícola, que es uno de los principales motores económicos del estado.
La discusión en la legislatura de Oklahoma se reduce a un conflicto entre el proteccionismo basado en el miedo y la libertad del consumidor. Los defensores de la prohibición, impulsada por legisladores republicanos, enarbolan vagas banderas de seguridad alimentaria, invocan la necesidad de proteger la cultura de la “carne real” y la economía agrícola existente, y descartan la carne cultivada como parte de “agendas indeseables de ambientalistas y animalistas”. Utilizan un lenguaje alarmista, comparándola con “células cancerosas”, a pesar de admitir la falta de evidencia específica. Los opositores califican estos argumentos como tácticas para infundir miedo diseñadas para proteger a la industria cárnica de la competencia, poniendo de relieve la hipocresía de prohibir esto mientras se permiten alimentos probadamente nocivos y notando que se utiliza una ciencia de cultivo similar en otros lugares.
Jared Deck, uno de los detractores de la prohibición, ha cuestionado la lógica detrás del proyecto: “Comemos Twinkies fritos (los Twinkies son unos pastelitos industriales populares en Estados Unidos, rellenos de crema azucarada). Alimentamos a nuestros hijos con estos productos todos los días, pero ahora pretendemos prohibir una tecnología que podría ayudar a muchas personas a seguir su fe o su dieta”, dijo Deck, citado por Oklahoma Voice. El legislador denunció también el doble estándar del sector agrícola, que desde hace años emplea cultivos genéticamente modificados, sin que se cuestione su legitimidad.
Los argumentos presentados por los promotores de la prohibición carecen de sustancia y están diseñados para proteger los intereses financieros de la industria cárnica convencional.
Asimismo, las “preocupaciones por la seguridad alimentaria” son una consabida táctica utilizada para sofocar la innovación que amenaza a las industrias establecidas. La carne cultivada está sujeta a una rigurosa supervisión regulatoria por parte de organismos como la FDA y el USDA en los Estados Unidos. Estas agencias tienen la tarea de garantizar la seguridad alimentaria. Afirmar que es “peligrosa hasta que se sepa que es segura” sin proporcionar evidencia es pura especulación diseñada para incitar el miedo. Los impulsores de la prohibición llegaron incluso a comparar las células cultivadas del entorno controlado de la carne de laboratorio con el cáncer, un argumento deliberadamente engañoso y alarmista.
La “protección de la cultura” y la “carne real”
La definición de “carne real” es convenientemente estrecha aquí. La carne cultivada es carne animal, cultivada a partir de células animales, solo que sin requerir la cría y el sacrificio del animal entero. La cultura evoluciona, y las opciones alimentarias evolucionan a la par. Usar la “cultura” como escudo ignora las dimensiones éticas y ambientales de las prácticas actuales. Además, como señaló el representante Deck, “muchos alimentos altamente procesados comunes en la dieta moderna están lejos de sus orígenes ‘naturales’, sin por ello enfrentar ataques legislativos”.
La prohibición no se trata de la seguridad pública; se trata de proteger a la industria ganadera de la competencia. Se busca bloquear la innovación simplemente para proteger los modelos de negocio existentes, algo inherentemente contrario al libre mercado y la libre competencia. En última instancia, se perjudica a los consumidores y se obstaculiza el progreso hacia sistemas alimentarios más sostenibles y éticos.
El silencio ensordecedor: ¿Dónde están los animales en este debate?
Lo que está completa y trágicamente ausente de toda la discusión legislativa reportada por Oklahoma Voice es cualquier consideración por los propios animales.
Los legisladores que debaten sobre “seguridad alimentaria”, “cultura” y “economía” ignoran por completo el profundo sufrimiento inherente a la agricultura animal convencional. Los miles de millones de vacas, cerdos, pollos y otros animales criados para alimento soportan confinamiento, mutilaciones sin anestesia, transporte estresante y sacrificio aterrador. Este es el sistema de “carne real de animales reales” que están tan interesados en proteger.
Aquí es donde alternativas como las opciones a base de plantas y la carne cultivada ofrecen un potencial revolucionario. Proporcionan vías para disfrutar de los sabores y texturas a los que la gente está acostumbrada, sin el inmenso sufrimiento animal.
Las opciones a base de plantas ya han logrado grandes avances, ofreciendo hamburguesas, salchichas, nuggets y más, hechos de soja, proteína de guisante, hongos, etc. Reemplazan directamente los productos animales, reduciendo la demanda de cría industrial y sacrificio.
La carne cultivada es una nueva ruta. Al cultivar carne directamente de células animales, se elimina la necesidad de criar y matar grandes cantidades de animales. Soluciona las objeciones éticas al sacrificio mientras satisface a los consumidores que desean el sabor, textura y composición específicos de la carne animal.
Prohibir la carne cultivada, como están intentando los legisladores de Oklahoma, cierra la puerta a una vía prometedora para reducir drásticamente el sufrimiento animal a gran escala. Prioriza las ganancias derivadas de la explotación animal por encima del progreso ético.
Como alguien que ha sido vegano durante 12 años, la idea de comer carne, incluso cultivada en laboratorio, no me atrae personalmente. La carne animal simplemente no es algo que mi cuerpo o mente anhele; está completamente fuera de mi sistema. Mi preferencia está en la vasta y deliciosa variedad de alimentos a base de plantas disponibles hoy en día.
Sin embargo, esta postura no desconoce el increíble potencial de la carne cultivada desde una perspectiva de los derechos animales. Indudablemente, a muchas personas les gusta el sabor de la carne pero están cada vez más incómodas con el costo ético – el sufrimiento animal involucrado. Para estas personas, la carne cultivada ofrece un puente, una nueva vía. Les permite seguir comiendo los alimentos que disfrutan sin contribuir directamente al sacrificio de animales. Se adapta a las personas, ofreciendo una solución que alinea las preferencias de sabor con las preocupaciones éticas.
Además, la carne cultivada tiene un potencial formidable para la industria de alimentos para mascotas. Este recurso odría proporcionar alimentos nutricionalmente apropiados para mascotas como perros y gatos, eliminando la necesidad de sacrificar otros animales para su consumo. Esto resolvería un conflicto ético significativo para muchos veganos dueños de mascotas.
Por lo tanto, aunque yo personalmente no haré fila para una hamburguesa cultivada en laboratorio, veo el prurito para prohibirla – accionado por el proteccionismo de la industria y una indiferencia deliberada frente al sufrimiento animal – como profundamente poco ético y contraproducente. Deberíamos estar explorando todas las vías que reduzcan nuestra dependencia de las crueldades de la agricultura animal industrial, no cerrándolas con base en la codicia.