Categories
Uncategorized

Europa cede ante el lobby cárnico y legisla contra las hamburguesas vegetales

Mientras el planeta necesita transformaciones profundas, la Unión Europea dedica su energía a prohibir palabras. Un déjà vu del debate que en Chile enfrentó a NotCo con el propio Ministro de Agricultura.

El Parlamento Europeo ha votado a favor de reservar nombres como steak, burger y sausage exclusivamente para productos de origen animal. Si esta medida prospera —aún falta la aprobación de los Estados miembros—, las “hamburguesas vegetales” y los “filetes de tofu” podrían desaparecer del etiquetado europeo.

La votación, según The Guardian, fue impulsada por eurodiputados de derecha con apoyo de gremios ganaderos, bajo el pretexto de “proteger la transparencia para el consumidor” y “reconocer el trabajo de los agricultores”. Pero la premisa es endeble: no existen estudios serios que demuestren que el público confunde una hamburguesa vegetal con una de carne. Lo que sí existe es un miedo evidente: el miedo de un sistema en declive ante el avance de una nueva cultura alimentaria.

Los defensores del veto apelan a la “transparencia”, pero los consumidores europeos, según datos del propio European Consumer Organisation (BEUC), comprenden perfectamente el significado de los nombres si el etiquetado indica claramente que son productos vegetales. Es decir, nadie cree que un seitan schnitzel o una “salchicha de tofu” contengan vacuno o cerdo.

El problema, por tanto, no es lingüístico, sino político: la verdadera intención es frenar la expansión de la alimentación vegetal. La misma estrategia de “defensa de las tradiciones” que escuchamos también en Chile, cuando el ministro de Agricultura, Esteban Valenzuela, sugirió que NotCo debería llamar a su producto “jugo cremoso de soja” en lugar de “leche vegetal”.

Chile y Europa: la misma miopía regulatoria

Como expuse entonces en mi carta abierta al ministro de Agricultura, esta obsesión con las palabras no protege a los consumidores, sino a los intereses de industrias que no quieren adaptarse. Decía en esa ocasión que si aplicáramos la lógica del ministro, tendríamos que llamar a la leche de vaca “secreciones mamarias de bovinos”. La idea resulta incómoda, pero precisamente porque revela la crudeza del sistema y la hipocresía del lenguaje comercial que lo disfraza.

La “hamburguesa vegetal” no busca engañar a nadie: busca ofrecer una alternativa ética y sostenible. Castigar su nombre es castigar la innovación. Es impedir que el lenguaje evolucione junto con la conciencia social. Es el mismo tipo de censura semántica que, en otras épocas, protegió monopolios y sofocó la creatividad.

El lobby cárnico y su sombra legislativa

Francia —la misma nación que hoy lidera este impulso— intentó ya en 2020 prohibir términos como steak o saucisse en productos vegetales. La Corte de Justicia de la Unión Europea anuló ese decreto en 2024 por considerarlo ilegal. Pero el lobby ganadero no descansa: necesita mantener su dominio económico. Controlar las palabras significa controlar la percepción. Si las plantas no pueden llamarse “hamburguesas”, será más fácil mantener la ilusión de que solo la carne es “real”.

Mientras tanto, las consecuencias ambientales de la ganadería siguen creciendo: deforestación, emisiones de metano, contaminación de acuíferos y sufrimiento animal industrializado. La Unión Europea, que pretende liderar la transición ecológica, debería centrar sus esfuerzos en reducir la dependencia de la ganadería, no en blindar su lenguaje.

De la semántica a la ética

El debate sobre si una “salchicha vegetal” puede llamarse así es, en el fondo, una distracción. Una hamburguesa vegetal no destruye bosques, no requiere antibióticos ni genera millones de litros de aguas residuales. Pero mientras las instituciones europeas discuten cómo llamar al tofu, el planeta sigue calentándose.

La batalla del lenguaje es, en realidad, la resistencia de un sistema que se sabe insostenible. Cada término prohibido es una victoria simbólica para quienes no quieren cambiar, y un obstáculo más para quienes trabajan en innovar, crear alternativas y reducir el sufrimiento animal.

La Unión Europea se arroga un barniz de defensora del clima y de la ciencia, pero legisla como si temiera al progreso. Si prohibir la palabra “hamburguesa” es lo mejor que puede ofrecer a sus agricultores, entonces la crisis alimentaria es más profunda de lo que imaginamos.

El lenguaje no necesita protección: necesita libertad para reflejar una realidad en transformación. Y esa realidad, les guste o no a los burócratas de Bruselas, es que el futuro de la comida no es animal. Es vegetal, ético y consciente.

Por Héctor Pizarro
Sociedad Vegana

Categories
Derechos animales

Bakkafrost: la multinacional del salmón que quiere amordazar la verdad

Tras la mortandad de salmones en Mowi, ahora es Bakkafrost que acapara titulares, no por mejorar el bienestar de sus peces, sino por intentar silenciar a quienes denuncian sus abusos.

En lugar de abrir sus jaulas a la transparencia, Bakkafrost —la multinacional feroesa que controla cerca del 20% del salmón cultivado en el Reino Unido— ha optado por blindarse en los tribunales. Lejos de responder a las crecientes denuncias de maltrato animal, contaminación y opacidad, ha pedido a un juez escocés que imponga una orden judicial para prohibir al activista Don Staniford, y a cualquiera que colabore con él, acercarse a menos de 15 metros de sus más de 200 granjas, barcos, fábricas y oficinas, escribe hoy The Guardian.

Lo que intenta Bakkafrost no es la defensa de una supuesta “propiedad privada”. Es la aplicación clásica de una SLAPP (strategic lawsuit against public participation): demandas estratégicas cuyo objetivo no es ganar en derecho, sino amedrentar a críticos, periodistas y activistas. En otras palabras: silenciar la verdad a golpe de intimidación judicial.

Una industria plagada de sufrimiento y ocultamiento

La salmonicultura no es un negocio limpio ni ético. Basta con observar lo que ha ocurrido en Noruega, donde la multinacional Mowi fue desenmascarada con cifras de mortalidad masiva y fotografías de salmones devorados por piojos, con heridas abiertas y carne putrefacta. En algunos centros, hasta el 80% de los peces estaban tan dañados que ni siquiera podían comercializarse.

Los informes de la Autoridad Noruega de Seguridad Alimentaria confirmaron negligencia, descontrol sanitario y un patrón claro: el lucro prima sobre el bienestar animal. Esa es la misma industria en la que opera Bakkafrost con sus jaulas superpobladas, peces obligados a nadar en círculos en aguas inmundas, infestaciones de parásitos y prácticas crueles como el despiojamiento térmico, donde los salmones son sumergidos en agua a una temperatura que, para una especie de aguas frías, es percibida como hirviente, provocándoles sufrimiento extremo e incluso la muerte.

Nada de esto aparece en los coloridos folletos corporativos de Bakkafrost. Allí solo hay palabras como “sostenibilidad” y “bienestar”. Pero los activistas que documentan la realidad muestran otra cara: salmones con llagas, escapes masivos de peces enfermos al ecosistema, descargas químicas ilegales y una capa de sedimento putrefacto, cada vez más gruesa, en el fondo marino. La respuesta de la empresa no ha sido corregir sus abusos, sino blindarse de las cámaras y de la denuncia pública.

El intento de sofocar la libertad de expresión

Lo que pide Bakkafrost al tribunal de Dunoon, Escocia, es desproporcionado y peligroso: que no solo Staniford, sino cualquiera “que actúe en su nombre o bajo su instrucción”, sea perseguido si se acerca a sus instalaciones. Una medida de este tipo no solo amenaza con cárcel a los activistas, también busca intimidar a periodistas y cineastas que acompañen sus investigaciones.

Las organizaciones de derechos civiles han sido claras: estas restricciones generan un efecto paralizador sobre la sociedad. Si se permite, ¿quién se atreverá a seguir documentando lo que ocurre en las profundidades turbias de esta industria multimillonaria?

No es casualidad. Mowi ya intentó una jugada similar contra Staniford, fracasó en tribunales, y ahora lo persigue con una deuda judicial de 123.000 libras esterlinas. La estrategia es simple: aunque no logren callarlo por completo, buscan ahogarlo en juicios, costas procesales y desgaste personal.

Una cultura empresarial basada en la opacidad

La cría industrial de salmón es un negocio cimentado en el sufrimiento animal y la destrucción ecológica. Los peces no son números en una hoja de cálculo: son seres sensibles que padecen heridas, asfixia, infecciones y agonías interminables en jaulas flotantes. Cada kilo de salmón de piscifactoría es un kilo de dolor, disfrazado bajo etiquetas de “lujo gastronómico” y “salud”.

Cuando una empresa como Bakkafrost invierte más en abogados que en mejorar el bienestar de los peces o la transparencia de sus procesos, nos está diciendo claramente cuáles son sus prioridades: el lucro por encima de la vida.

El caso Bakkafrost es un síntoma más de la podredumbre estructural de esta industria. Una industria que no soporta la luz pública, que se atrinchera en despachos de abogados y que pretende encarcelar a quienes exhiben su verdadera cara.

El consumidor tiene derecho a saber qué ocurre tras las rejas de las piscifactorías. Y la sociedad tiene la obligación de defender el derecho a investigar y denunciar abusos. Callar sería complicidad.

Detrás de cada filete de salmón de piscifactoría no solo hay peces hacinados y sufrimiento animal: también hay censura, opacidad y un intento descarado de suprimir la verdad. Por ello, es hora de quitarle la máscara a Bakkafrost. Ni la represión judicial ni el marketing verde pueden ocultar lo que realmente es: una maquinaria de sufrimiento animal y de desprecio por la libertad de expresión.

Por Héctor Pizarro
Sociedad Vegana

Fotografía de Don Staniford © sitio web de Don Staniford

Categories
Derechos animales

El desaliento de los veganos en una fiesta carnívora

Han terminado en Chile las fiestas patrias, esos días que la mayoría asocia con identidad nacional, unidad y alegría. Pero bajo las guirnaldas tricolores, los manteles adornados y las parrillas encendidas late una verdad incómoda: para celebrar, cientos de miles de animales han debido morir.

Chile no es un caso aislado. En casi todos los rincones del mundo, las grandes festividades -nacionales, religiosas o familiares- se traducen en atracones de carne. Es parte de un patrón cultural que normaliza la matanza masiva de animales como ingrediente indispensable de la alegría humana.

Resulta imposible abstraerse de esa realidad. Los medios bombardean a los consumidores con publicidad cárnica, presentando la primavera y “el 18” como el pistoletazo de partida para la “temporada parrillera”. Durante esos días, quiérase o no, se respira por todas partes el inconfundible olor de los asados.

Tampoco faltan las convocatorias a los rodeos, considerados “deporte nacional” en Chile. Esta práctica consiste en inmovilizar a un ternero o novillo contra una pared acolchada en un ruedo o medialuna. Dos jinetes, los huasos, trabajan en pareja y buscan obtener puntos aplastando al animal contra la pared con la ayuda de sus caballos, usados como cuñas. Según la forma en que se empuje e inmovilice al ternero, se otorgan o descuentan puntos. El rodeo, reconocido como disciplina deportiva en los años 60, es defendido por algunos como una tradición pintoresca e histórica. Para otros, sin embargo, no es más que una forma de crueldad, comparable a las corridas de toros: a un ternero indefenso se le inflige dolor, estrés y daño para entretenimiento de jinetes y espectadores.

Para el vegano, estas fiestas no son son sólo una celebración -por lo demás legítima- sino también rituales de violencia masiva. Se les llama “tradición”, pero en realidad se trata de manifestaciones culturales que dependen, en gran parte, del sufrimiento de seres inocentes.

La fatiga moral del vegano

En este escenario, el vegano experimenta lo que podríamos llamar fatiga moral: un cansancio profundo, no físico sino espiritual, por vivir rodeado de incoherencia. Uno observa a familiares y conocidos -los mismos que acarician con ternura a un perro o a un gato- devorando con deleite el cuerpo de otros animales igualmente sensibles, igualmente deseosos de vivir.

La contradicción es tan evidente que desgasta. Día tras día, celebración tras celebración, el vegano enfrenta esta disonancia social, a veces abrumadora.

La importancia de no rendirse

La fatiga es real, pero no debe transformarse en apatía. Porque si algo necesita el movimiento vegano es resistencia – resistencia constante, paciente, inquebrantable.

Cada vegano que se mantiene firme, que escribe, que denuncia, que visibiliza, es un testimonio de que otra forma de vida es posible. Y aunque el entorno nos tache de exagerados, o quizás de aguafiestas en el contexto de las celebraciones, nunca antes en la historia había sido tan fácil hablar de veganismo. Nunca antes tanta gente había escuchado la palabra; nunca antes tantos se habían detenido a considerar la posibilidad de cambiar.

La fatiga moral es prueba de que estamos enfrentando una cultura profundamente arraigada. Y toda cultura de opresión parece indestructible hasta que un día se derrumba. Así ocurrió con la esclavitud, con el racismo legalizado, con la subordinación de las mujeres. La cultura carnívora no será la excepción.

Reconozcamos la fatiga, no la neguemos. El cansancio de ver sufrir a los animales, de observar tanta incoherencia e indiferencia, es real y legítimo. Pero no puede ser excusa para rendirse. Porque los animales no tienen opciones; no pueden “abstraerse” de las celebraciones de los humanos: están atrapados en la maquinaria de la explotación.

La cultura de la muerte podrá ser masiva, pero también lo es nuestra convicción. Aunque estemos cansados, seguimos aquí. Y seguiremos. Los sin voz necesitan quien hable por ellos.

Por Héctor Pizarro
Sociedad Vegana

Categories
Derechos animales Nuestro planeta

El tormento como “deporte”: el sufrimiento silencioso del atún rojo y la insuficiencia masculina

La vuelta del atún rojo a las costas británicas, un acontecimiento esperanzador para la biodiversidad, se ha tornado, paradójicamente, en una nueva arena para la pesca deportiva de captura y suelta, una “lucha” o “juego” que solo causa sufrimiento y muerte.

La capacidad de la naturaleza para recuperarse, incluso después de décadas de explotación humana, es a menudo una fuente de esperanza y asombro. Sin embargo, ¿qué sucede cuando esa misma recuperación se convierte en una nueva oportunidad para el “entretenimiento” humano a costa del sufrimiento animal? Esta es la inquietante pregunta que plantea el escritor y activista George Monbiot en un artículo publicado hoy en The Guardian, “Bluefin tuna are miraculously returning to UK shores – only to be tormented for ‘sport’“. Su crítica a la “pesca deportiva” del atún rojo nos ofrece un punto de partida para reflexionar sobre nuestras propias prácticas de “diversión” basadas en el tormento de otros seres vivos.

Monbiot enfatiza que esta “pesca deportiva” es, en su mayoría, de tipo “catch and release” (captura y suelta). Esto significa que, después de una extenuante “lucha”, los atunes son devueltos al mar. Sin embargo, como el autor detalla, esto dista mucho de ser una acción benévola o sin consecuencias. El concepto es engañoso. El “deportista” va sentado en una lancha mientras un tripulante lo asiste. Cuando un atún muerde el anzuelo, el “deportista”, sujeto a un arnés o en una “silla de lucha” (fighting chair), comienza a “jugar” con el pez hasta el agotamiento extremo. Esta “lucha” unilateral puede durar 30 minutos o más, llevando al pez al límite de sus fuerzas.

Monbiot subraya que, aunque se les libere, la supervivencia del atún es incierta. Cita un estudio australiano que reporta una tasa de mortalidad del 17% después de la liberación, una cifra que los ecologistas marinos creen que es incluso mayor en condiciones reales de pesca. Los atunes rojos son peces parcialmente de sangre caliente que se sobrecalientan y sufren un daño celular irreparable debido a la pérdida de oxígeno durante la “lucha” prolongada. Necesitan sumergirse a aguas frías y profundas para recuperarse, algo que a menudo les resulta imposible si son pescados en aguas poco profundas o si su agotamiento es demasiado severo. Soltar al pez no elimina el profundo sufrimiento físico y el trauma que experimenta, y a menudo, su eventual muerte lenta y dolorosa.

La insuficiencia masculina – fingiendo virilidad frente a un animal extenuado

Monbiot profundiza en una crítica social y psicológica cuando se refiere a esta actividad como una “fiebre del oro para sacar provecho del mercado de la insuficiencia masculina”. Con esta frase, el autor sugiere que esta forma de pesca puede ser un medio para que algunos hombres busquen validar o compensar su masculinidad a través de una demostración artificial de fuerza y dominio sobre la naturaleza.

El escritor califica la actividad como “una forma verdaderamente patética de gratificación machista” y un “medio sin riesgo de enfrentarse a la naturaleza”. La ausencia de peligro real para el pescador (quien opera con equipo sofisticado y desde la seguridad de una lancha), para la “conquista” de un animal tan grande y poderoso, se convierte en una vía para afirmar la virilidad o la autoestima. Es una crítica mordaz a la idea de que la masculinidad debe ser probada mediante el control, la humillación o el sufrimiento de otros seres vivos, especialmente cuando esto se realiza en un entorno que minimiza el esfuerzo o el riesgo genuino del humano. La compensación se da en la búsqueda de una validación externa de la masculinidad, proyectada como una “victoria” sobre la naturaleza.

Además, Monbiot denuncia que estos “deportistas” y las empresas del rubro ignoran sistemáticamente el código de conducta establecido. Se observan prácticas como la pesca en aguas poco profundas (donde los atunes tienen menos posibilidades de recuperarse), el uso de anzuelos dobles prohibidos, “jugar” con los peces durante 90 minutos cuando se recomienda un mínimo, e incluso el uso de grandes garfios para sujetar al pez junto al barco, que están expresamente prohibidos. Monbiot da cuenta de numerosos hallazgos de atunes rojos muertos en las costas británicas, lo que sugiere un vínculo directo con esta pesca.

Más allá del agotamiento y el shock resultantes de la “lucha”, no podemos obviar el daño físico directo. El anzuelo desgarra tejidos internos y externos del atún durante la feroz lucha por liberarse. Y como si eso no fuera suficiente tormento, el trauma se agudiza cuando el humano, con guantes y alicates, debe retorcer y arrancar brutalmente el anzuelo incrustado, infligiendo heridas adicionales y dolor agudo en el procedimiento de “liberación” que, a menudo, es solo una sentencia de muerte diferida. Un tripulante de lancha, en un podcast, resume la situación de los peces liberados con un lapidario “están jodidos”.

Monbiot concluye que lo que se ha gestado no es un lobby para la protección del atún, sino una “fiebre del oro para sacar provecho del mercado de la insuficiencia masculina”. Critica la competencia por atrapar la mayor cantidad de peces en un día, una práctica que impide una recuperación adecuada de los animales.

En lugar de esta “pesca deportiva”, Monbiot propone una alternativa: el avistamiento de atunes. Podría ser una gran atracción turística, generando ingresos y empleo local, permitiendo a las personas maravillarse con estos gigantes marinos en su hábitat natural, saltando y cazando, un espectáculo “de los más grandes y fiables de la Tierra”. Su propuesta final es audaz: que toda la megafauna, incluido el atún rojo, sea tratada como ballenas y delfines, como animales que ya no se cazan ni se matan. Aboga por la creación de un santuario en aguas del Reino Unido para una especie maravillosa que es perseguida en otros lugares.

Las conclusiones de George Monbiot resuenan profundamente con nuestra perspectiva en Sociedad Vegana. El caso del atún rojo es un claro ejemplo de cómo la búsqueda de “diversión”, “entretenimiento” o “deporte” por parte de los humanos puede traducirse directamente en tormento, sufrimiento y muerte para otros seres sintientes.

Aquí no se trata de la necesidad de alimentarse, sino de una actividad puramente recreativa que explota la vida y el cuerpo de un animal. La paradoja es evidente: en Reino Unido celebran el regreso “milagroso” de una especie, y en lugar de ofrecerle protección incondicional, la convierten en un objeto de “deporte” y “conquista”. La noción de “jugar” con un pez hasta el agotamiento, para luego liberarlo con una alta probabilidad de muerte, es una manifestación de una profunda desconexión con la vida y la capacidad de sentir del animal.

Lo que queda claro es que la ética de cualquier “diversión” que implica el sufrimiento deliberado de otro ser vivo es inherentemente cuestionable. La diferencia entre el terror que siente un atún arrastrado y agotado, y el terror de un animal en una granja cualquiera, es una diferencia de especie, no de intensidad de sufrimiento.

La propuesta de Monbiot de una industria de avistamiento de atunes es un modelo que deberíamos adoptar universalmente: disfrutar de la naturaleza y sus habitantes a través de la observación, el respeto y la no interferencia, en lugar de la dominación y la explotación. Reconocer el valor intrínseco de cada vida y expandir nuestro círculo de compasión más allá de nuestras conveniencias o tradiciones es el camino hacia una relación más ética y sostenible con el planeta y todos sus habitantes. La naturaleza no necesita ser capturada ni sometida para ser apreciada; solo necesita ser vista, respetada y protegida. Es hora de que nuestras “diversiones” evolucionen hacia formas que celebren la vida, en lugar de atormentarla.

Por Héctor Pizarro
Sociedad Vegana

Categories
Derechos animales

Beagles: la docilidad que la industria de la experimentación animal convierte en condena de por vida

La docilidad de los beagles, esa ternura que los convierte en compañeros perfectos para las familias, es precisamente la razón por la que laboratorios como el británico MBR Acres los crían masivamente para torturarlos. Forzados a ataques cardíacos, intoxicaciones químicas y enfermedades, estos perros siguen mirando con confianza a quienes les infligen el sufrimiento. ¿Hasta cuándo lo permitiremos?

En 2022, un grupo de activistas de Animal Rising entró al criadero Marshall BioResources Acres (MBR Acres), cerca de Cambridge, Inglaterra, y liberó a 23 cachorros beagle de un destino atroz: una vida entera de experimentos crueles en laboratorios. Fue una acción directa, planificada para salvar vidas concretas. Sin embargo, tres años después, esas mismas personas -20 en total- se enfrentan a un juicio que podría condenarlas hasta 10 años de prisión por “robo” y “posesión de bienes robados”.

La ironía es abrumadora: la justicia británica trata a estos perros como “propiedad robada” y a sus rescatistas como delincuentes, mientras que quienes lucran con su sufrimiento operan con licencias legales desde hace décadas.

Por qué beagles

La elección de esta raza por parte de la industria no es casualidad. Según reconoce incluso la documentación oficial, los beagles son utilizados masivamente debido a su “naturaleza dócil”. Tal como un técnico de laboratorio declaró al Free Beagle Project:

“No se defienden. Nos dejan hacerles lo que queramos, por eso nos gustan los beagles.”

Detrás de esa frase hay un retrato crudo: perros que nunca morderán, que soportarán inyecciones dolorosas, ataques cardíacos provocados, alimentación forzada con químicos tóxicos y enfermedades introducidas deliberadamente, todo mientras miran a sus agresores con confianza.

Cada año, MBR Acres cría hasta 2.000 beagles para venderlos a los 16 semanas de edad a laboratorios donde la vida se reduce a un protocolo de sufrimiento. Un informe del Ministerio del Interior británico (2020) reveló que el 67 % de los procedimientos consistía en la administración forzada de sustancias químicas hasta por 90 días, sin anestesia ni alivio del dolor.

La oportunidad de poner a la industria en el banquillo

El juicio contra estos 20 activistas no es solo una amenaza a la libertad de personas que arriesgaron todo por salvar vidas; es una oportunidad histórica para exponer públicamente un modelo de “ciencia” que ya no se sostiene ni ética ni técnicamente.

En 2023, en Sociedad Vegana escribíamos que la inteligencia artificial podría marcar el principio del fin para la crueldad contra los animales en laboratorios. Citando un reportaje de Sophie Kevany en Sentient Media, explicábamos cómo IBM desarrolla un modelo de IA capaz de predecir la toxicidad de medicamentos con mayor precisión que las pruebas tradicionales en animales, utilizando datos históricos y eliminando la necesidad de infligir sufrimiento.

Este enfoque, junto con tecnologías como los órganos en chip y los modelos de tejido humano en 3D, demuestra que existen alternativas más fiables, éticas y reproducibles que los experimentos en animales. Incluso organismos reguladores como la FDA y la EMA han comenzado a mostrar interés en integrar estas herramientas en sus procesos.

El mensaje era -y sigue siendo- muy claro: no hay justificación ética para seguir torturando seres vivos cuando la ciencia ya dispone de medios superiores para garantizar la seguridad de los medicamentos. A pesar de ello, el gobierno británico continúa avalando la cría y uso de beagles como si fuera inevitable.

Animal Rising plantea la pregunta que todos deberíamos hacernos: “Si la sociedad rechaza abiertamente la crueldad hacia los perros en cualquier otro contexto, ¿por qué seguimos permitiéndola bajo el pretexto de la ciencia?”

Camp Beagle: la protesta que no cesa

Aparte de la acción directa de Animal Rising, cabe mencionar que desde julio de 2021 la campaña Camp Beagle mantiene una presencia ininterrumpida, día y noche, frente a las puertas de MBR Acres, denunciando lo que ocurre dentro: un criadero industrial de beagles desterrados de la luz, del contacto humano y condenados a la experimentación científica. Su dedicación incansable ha conseguido, entre otras cosas, que más de 200 000 personas firmaran una petición en 2025, lo que derivó en un debate parlamentario sobre el fin del uso de perros en pruebas de laboratorio. Además, Camp Beagle honra simbolicamente a los beagles sin nombre: placas con nombres grabados en collares recuerdan su existencia frente al criadero. Incluso han rastreado actividades clandestinas como entregas nocturnas de gas para presionar a proveedores a romper la cadena de abastecimiento.

Una línea que no deberíamos cruzar

Paralelamente, este caso revela algo igual de inquietante que la brutalidad institucionalizada: nuestra capacidad de ignorar, convenientemente, algunas realidades. Durante más de seis décadas, MBR Acres ha explotado la docilidad de estos animales. Pero, como subraya Animal Rising, lo único que no ha cambiado en todo este tiempo es la naturaleza confiada y afectuosa de los beagles. Así, esa misma inocencia que debería inspirar protección, se ha convertido en la razón de su condena.

No se trata solo de 20 activistas, ni siquiera solo de 23 cachorros rescatados. Se trata de una industria entera basada en la vulnerabilidad de quienes no pueden defenderse, y de un sistema legal que, en lugar de perseguir a quienes torturan a seres inocentes, persigue a quienes lo detienen.

Este juicio no debería ser contra la compasión, sino contra la crueldad. Y cada persona que ama a un perro debería sentir que este es también su caso.

Más información y formas de apoyar la campaña de Animal Rising en esta página.

Por Héctor Pizarro
Sociedad Vegana

Ilustración: fotografías (c) de Animal Rising

Categories
Derechos animales

¿Ataque no provocado? El búfalo solo se defendía

La prensa es unánime: “Trágica muerte de un cazador estadounidense tras ser embestido por un búfalo en Sudáfrica.” Y una frase resalta entre todas: “ataque no provocado” por parte del animal. En este artículo desmontamos esa peligrosa hipocresía.

“Un ataque repentino y no provocado.” Así lo declaró la empresa de safaris de caza que organizó el viaje, CV Safaris, al referirse al animal que mató a Asher Watkins, un empresario de Texas de 52 años, mientras rastreaba un búfalo del Cabo de 1,3 toneladas junto con sus guías.

¿No provocado? ¿Mientras tres humanos armados rastrean silenciosamente a un animal salvaje, con la intención de dispararle a quemarropa, por pura diversión, por vanidad, por una foto para subir a Facebook junto a su cadáver?

Esta narrativa absurda coincide exactamente con el discurso que escuchamos cuando un torero es corneado por un toro que ha sido drogado, debilitado y torturado con lanzas y banderillas: “una tragedia inesperada”, “un accidente”.

¿Hasta cuándo vamos a seguir fingiendo que las los victimarios son las víctimas?

La narrativa invertida

Cuando un cazador rastrea, persigue y asesina por entretenimiento, se le llama “deportista”. Cuando un búfalo reacciona, defiende su vida y embiste, se le llama “la muerte negra”, según la forma en que medios como Metro optan por referirse a esta especie.

Y cuando un torero muere bajo los cuernos del animal que estaba masacrando públicamente por dinero, se le canoniza como mártir de la tradición, de la “fiesta taurina”.

Vivimos en una sociedad que se conmueve hasta las lágrimas por el cazador muerto, pero ignora por completo a las decenas de miles de animales que estos “aventureros” eliminan cada año en nombre del ego y el espectáculo.

Asher Watkins era un hombre que, según su biografía, “pasó la mayor parte de su vida al aire libre y en ranchos”. En sus redes sociales posaba con cadáveres de ciervos, pumas y otros animales salvajes (ver ilustración, tomada de Facebook, donde Watkins posa orgulloso con su víctima, un puma).

El búfalo que terminó con su vida no era una amenaza.
No estaba invadiendo su casa.
No buscaba hacerle daño.
Simplemente hizo lo que cualquier ser vivo con miedo haría: defenderse.

La moral a conveniencia

La industria de la caza justifica estas muertes como “trágicas”, “inesperadas” y “no provocadas”. Pero lo cierto es que no hay nada de inesperado ni de trágico cuando alguien que mata animales salvajes por placer muere en el intento.

La tragedia real no es la muerte del cazador.

La tragedia es que miles como él se embarcan cada día en “safaris” para asesinar a animales inteligentes y sensibles por el placer de tener una cabeza disecada en la pared del salón.

La tragedia es que se considera “valiente” matar a distancia con un rifle a un animal desarmado.

La tragedia es que se sigue alimentando este relato falso donde los cazadores son individuos intrépidos, dignos de admiración, y los animales, simples trofeos.

La familia de Asher Watkins ha perdido a uno de los suyos. Como todo duelo, merece respeto. Pero eso no puede impedirnos señalar la verdad incómoda: su muerte fue consecuencia directa de una actividad inmoral y cruel.

No fue un accidente natural.
No fue una desgracia sin motivo.
Fue el resultado lógico de entrar al hábitat de un animal salvaje con intenciones de matarlo.

Y si eso no es provocación, entonces, ¿qué lo es?

Tal vez haya en esta historia una oportunidad. Una pequeña rendija para que empecemos a cuestionar no solo la hipocresía del lenguaje, sino la profunda perversión de un sistema que glorifica la caza, romantiza la tortura y disfraza el sadismo de tradición o deporte.

Por Héctor Pizarro
Sociedad Vegana

Categories
Derechos animales

Chile se indigna por el faenamiento de perros: ¿y el sufrimiento diario en los mataderos?

Chile reacciona con indignación ante un caso de faenamiento de perros para consumo humano. La Fiscalía investiga y las redes sociales arden. Y sin embargo, cada día, en silencio, otros animales sufren en condiciones similares o peores. ¿Qué hace que el dolor de unos nos duela y el de otros nos parezca normal?

La noticia difundida hoy por medios chilenos sobre el presunto faenamiento de perros para consumo humano en la ciudad de Antofagasta, en el norte del país, ha generado, con razón, un repudio generalizado. La Fiscalía abrió una investigación de oficio, y la comunidad, profundamente alarmada, ha reaccionado con consternación. El horror de imaginar a perros siendo capturados, sacrificados y vendidos como carne ha tocado una fibra profunda en la sensibilidad colectiva.

Pero esta reacción – por más legítima, justa y necesaria que sea – también deja al descubierto una herida moral no resuelta: la del sufrimiento cotidiano, sistemático y normalizado de millones de otros animales, cuyos gritos nadie escucha, aunque son idénticos en intensidad y desesperación.

Cada día, en los mataderos de Chile y del mundo, vacas, cerdos, corderos y pollos – todos animales sensibles, con ganas de vivir, de jugar, de correr y de sentirse seguros – atraviesan procesos similares o incluso peores. También a ellos se les arrastra, se les encierra, se les somete al miedo, al dolor, al desmembramiento. También hay alaridos. También hay sierras. Pero ahí, nadie filma. Nadie se escandaliza. Nadie llama al fiscal regional, como ocurrió en Antofagasta.

No se trata de relativizar el sufrimiento de los perros – todo lo contrario. Se trata de tomar esa compasión, ese rechazo visceral que sentimos al leer la noticia, y extenderlo. De atrevernos a mirar más allá del marco que nos enseñaron. Porque el dolor no cambia según la especie. No hay sufrimiento de primera y sufrimiento de segunda. El horror no se vuelve menos horroroso solo porque esté legalizado o culturalmente normalizado.

Cuando una sociedad se escandaliza por el faenamiento de perros, pero al mismo tiempo promueve el consumo de carne de otros animales, está trazando una línea moral arbitraria. Una línea que no nace de la ética, sino de la costumbre.

En particular, no se trata de llamar hipócritas a quienes se indignan por este caso. Esa indignación es valiosa. Pero sí creemos que vale la pena reflexionar sobre por qué, como sociedad, aceptamos sin cuestionar otras formas de sufrimiento animal que no son menos crueles, solo más frecuentes. La reacción colectiva chilena es una prueba de que la empatía sigue viva. De que el alma colectiva aún tiene capacidad de indignación frente a la crueldad. Lo que se propone aquí es algo profundamente humano: no cerrar esa compuerta de empatía, sino abrirla más. Mirar a los ojos de otros animales, igual de inocentes, igual de vulnerables, y preguntarnos: ¿por qué no ellos también?

La violencia de los mataderos es extrema. Y sin embargo, se nos presenta como moderada, racional, incluso necesaria, y donde se practica “el sacrificio humanitario“. ¿No es eso, en el fondo, el verdadero extremismo? Justificar lo injustificable. Invisibilizar lo atroz. Convertir en rutina lo que, si ocurriera en un patio trasero con un perro, nos revolvería el estómago.

Hoy, como sociedad, tenemos una oportunidad. No solo para exigir justicia por los perros de Antofagasta, Chile, sino para cuestionar la estructura que sostiene este doble estándar. Para construir una ética que no dependa del animal en cuestión, sino del principio de que ningún ser que quiere vivir debería ser asesinado por placer, tradición o conveniencia.

El horror no debería ser selectivo. La compasión tampoco.

Por Héctor Pizarro
Sociedad Vegana

Categories
Derechos animales

Suiza desenmascara a la industria: A partir de hora, la crueldad animal tendrá su propia etiqueta

Imagina entrar al supermercado y que cada producto de origen animal te cuente su verdadera historia. Una que hable de castración sin anestesia o de picos recortados. Esto no es una utopía; es la realidad que llegará a Suiza en 2026, un avance que pone en jaque a toda una industria.

Un cambio sin precedentes está a punto de llegar a los supermercados suizos. El Consejo Federal ha aprobado una legislación pionera que marcará un antes y un después en la transparencia alimentaria y la defensa de los animales. A partir del 1 de marzo de 2026, la verdad sobre el sufrimiento animal dejará de estar oculta tras un empaque atractivo.

La verdad al descubierto: ¿Qué implica la nueva ley?

Esta pionera medida obliga a que todos los productos de origen animal, tanto locales como importados, informen explícitamente si los animales fueron sometidos a prácticas dolorosas sin anestesia. Procedimientos estandarizados por la industria como la castración de lechones, el descorne de terneros o el recorte de picos en aves ya no podrán ser ignorados por quienes consumen.

La ley es contundente y no deja lugar a ambigüedades. Incluso productos como el foie gras, cuya producción está prohibida en Suiza por su extrema crueldad, deberán llevar una etiqueta de advertencia si son importados. El mensaje es claro: la responsabilidad no termina en las fronteras.

Un modelo a seguir: el efecto dominó que esperamos

La iniciativa de Suiza es mucho más que una simple etiqueta; es un cuestionamiento directo al corazón del sistema de explotación animal. Arroja luz sobre una realidad que la industria ganadera se ha esforzado durante décadas en camuflar con imágenes de granjas felices y un marketing engañoso.

Nos preguntamos: ¿Y si todos los países hicieran lo mismo? ¿Si cada cartón de leche o bandeja de carne tuviera que confesar el dolor que hay detrás? Este es el tipo de transparencia que puede provocar un cambio de conciencia masivo. Es una herramienta poderosa para desmontar la disonancia cognitiva que permite a la sociedad indignarse por el maltrato a un perro, pero ignorar el sufrimiento sistemático de una vaca, un cerdo o una gallina.

Nuestra lucha, nuestra voz: ¿qué significa esto para el veganismo?

Como personas veganas o en transición, esta noticia es una validación de nuestra lucha. Confirma lo que llevamos años diciendo: que la opacidad es el principal aliado de la crueldad y que la información es poder. Este avance nos da un motivo renovado para seguir educando, conversando y demostrando que existen alternativas deliciosas y éticas.

Esta ley no es la solución final, pues no busca abolir la explotación, pero sí rompe el silencio cómplice. Es una grieta en el muro de la indiferencia.

Celebremos este paso, pero recordemos que nuestra meta es un mundo donde no haya sufrimiento que etiquetar. Que cada elección que haces, cada plato basado en plantas que compartes y cada conversación que inicias sea parte de esta revolución compasiva. Porque cada acto cuenta y, juntos, estamos construyendo un futuro donde la coherencia y el respeto por todos los seres vivos sean la norma, no la excepción.

Categories
Veganismo

McDescaro: El gigante del fast food intenta aplastar a una pyme vegana y falla estrepitosamente

Una pequeña empresa chilena se atrevió a hacer lo impensable: importunar al coloso de las hamburguesas industriales con una idea vegana.

McDonald’s, esa multinacional que ha hecho del “I’m Lovin’ It” un jingle que se repite más que el malestar estomacal tras comer sus papas fritas con saborizante de carne preparado a base de leche, creyó ver una amenaza en un emprendimiento local llamado “V Vegan Meat I’m Lovin’them“. Porque claro, cuando vendes cadáveres ultraprocesados, servidos por millones cada día, un pequeño negocio vegano en Chile es, evidentemente, la competencia directa que hay que aplastar.

Todo comenzó en 2021, cuando Felipe Vargas, dueño de esta pyme que ofrece carne vegetal en lugar de sufrimiento animal, cometió —a juicio de McDonald’s— el crimen de registrar su marca en el Instituto Nacional de Propiedad Industrial (INAPI). La multinacional estadounidense, con su radar siempre encendido para detectar peligros existenciales como el seitán y el tofu, reaccionó indignada, alegando que el “I’m Lovin’them” de Vargas era prácticamente un clon mal disimulado de su “I’m Lovin’ It”. Porque indudablemente, dos frases que comparten un verbo y un pronombre no pueden coexistir en este mundo. Sería el fin del capitalismo tal como lo conocemos.

Lo curioso es que, según la lógica del gigante norteamericano, los consumidores —tú, yo y en realidad, cualquiera con dos neuronas— seríamos tan ingenuos que podríamos confundir un local de comida vegana artesanal con sus pestilentes McCombos. Faltaría más, lo primero que uno piensa al ver la palabra “vegan” es en una cajita feliz con nuggets de dudosa procedencia.

Afortunadamente, el INAPI no se creyó los lamentos de McDonald’s. Con criterio y cordura, el organismo chileno concluyó que ambas marcas son claramente distinguibles, con “unidades marcarias independientes”, y que el uso de la palabra vegan y un diseño gráfico propio “alejaban cualquier posibilidad de confusión”. El organismo entendió lo evidente: McDonald’s estaba insultando la inteligencia del público consumidor en su intento por destruir un emprendimiento.

Después de cuatro años de litigios, desgaste emocional y múltiples apelaciones (porque McDonald’s, como buen Goliat corporativo, juega al agotamiento), la justicia chilena falló a favor de la pyme. Una victoria legal que es, a la vez, un enorme triunfo simbólico para el veganismo, la creatividad, y el derecho de las pequeñas empresas a existir sin ser pisoteadas por botas de payaso.

Felipe Vargas lo dijo con claridad: “Es una victoria que va más allá de lo legal”. Es una afirmación de que estamos avanzando, de que hay espacio para hacer las cosas bien —desde los ingredientes hasta los principios. Y también una advertencia a quienes, desde el privilegio corporativo, creen que pueden frenar las ideas con talonarios de cheques para sus abogados. Porque McDonald’s, al parecer, tiene más recursos que sentido del ridículo.

McDonald’s puede seguir “lovin’ it”, pero hoy, nosotros “lovin’them”. A los pequeños, a los éticos, a los que cocinan con convicción y no con los manuales de una franquicia corporativa. Lovin’them también se aplica al amor por los animales, al amor que deriva en el respeto por su sintiencia, por su dignidad. Porque si algo quedó claro en esta historia, es que ni el marketing millonario ni el poderío legal pueden contra la fuerza de una causa justa.

Buen provecho, McDonald’s. Porque después de este tropiezo legal, la empresa seguirá como si nada: vendiendo maltrato animal disfrazado de cajita feliz.

Por Héctor Pizarro
Sociedad Vegana

Ilustración: El brutal contraste entre la iconografía infantilizada de un payaso corporativo y la realidad sangrienta de la industria que representa. La “diversión para toda la familia” se construye sobre el sufrimiento sistemático de miles de millones de víctimas.

Categories
Derechos animales

Mataderos en EE.UU. operan al margen de la ley con total impunidad

Un informe del Animal Welfare Institute revela prácticas inhumanas sistemáticas en mataderos estadounidenses. Animales mutilados vivos, terneros muertos en transporte y nula respuesta legal. El Estado brilla por su ausencia.

En los mataderos de Estados Unidos, donde cada año se asesinan más de 38 mil millones de aves y 660 millones de mamíferos terrestres, se perpetúa en silencio una tragedia sistemática. La reciente investigación publicada por el Animal Welfare Institute (AWI), titulada “Humane Slaughter Update: Federal and State Oversight of the Welfare of Livestock at Slaughter”, desvela una realidad horrorosa: la ley que supuestamente protege a los animales durante su matanza —la Humane Methods of Slaughter Act (HMSA)— no solo se viola de forma recurrente, sino que además esas violaciones rara vez enfrentan consecuencias legales.

Entre 2019 y 2022, las inspecciones en plantas de matanza federales y estatales revelaron patrones inaceptables: uso excesivo de fuerza para arrear animales, maltrato a animales discapacitados, fallos repetidos en la insensibilización previa al degüello, y procedimientos dolorosos realizados mientras los animales aún estaban conscientes. En una planta, por ejemplo, un cerdo recibió cinco disparos fallidos antes de ser finalmente aturdido, prolongando su agonía en un acto brutal e innecesario.

El problema no es solo la violencia, sino la impunidad: desde al menos 2007, el Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA) no ha iniciado ni un solo proceso penal contra las más de 800 plantas de sacrificio federales. Tampoco ha derivado casos a las autoridades locales, ni ha presionado para que se apliquen las leyes estatales contra la crueldad animal. Mientras tanto, miles de animales siguen siendo torturados legalmente en nombre de una industria que prioriza la eficiencia económica sobre el mínimo bienestar.

El informe de AWI denuncia también la exclusión deliberada de las aves —la mayoría de los animales asesinados para consumo humano— de la protección de la HMSA. Esto significa que pollos, pavos y otras aves son rutinariamente degollados en masa sin insensibilización, en condiciones de terror y sufrimiento indescriptibles. En las sombras de este sistema, la muerte no es solo un fin: es un proceso de violencia planificada.

AWI, una organización fundada en 1951, ha sido durante décadas una voz firme en defensa de los animales explotados por la industria. Su trabajo ha sido crucial en la creación y reforma de leyes federales, incluyendo la aprobación de la HMSA en 1958 y su enmienda en 1978. A pesar de sus esfuerzos jurídicos y de concienciación, el USDA continúa optando por la “autorregulación voluntaria” de la industria, una estrategia que ha demostrado ser tan inútil como complaciente.

Casos como el de la planta Ida Meats en Idaho, donde murieron aproximadamente 4.000 terneros recién nacidos durante el transporte sin que se abriera siquiera una investigación, muestran la escala del abandono institucional. Y en Iowa, donde inspectores documentaron 250 incidentes de maltrato con instrumentos eléctricos y físicos, tampoco hubo derivación a la justicia penal.

El informe concluye con recomendaciones claras: mayor formación de los trabajadores, revisión obligatoria de los dispositivos de insensibilización, sanciones escalonadas para reincidentes, y cooperación con las autoridades estatales para procesar criminalmente los casos de abuso deliberado.

En Sociedad Vegana consideramos que esta situación no es una falla del sistema: es el sistema. Un aparato diseñado para ocultar el sufrimiento tras puertas metálicas, etiquetas con caricaturas de animales sonrientes y carne empacada. Un aparato cuya existencia depende del silencio social, la desinformación institucional y la desensibilización moral. Mientras sigamos considerando a los animales como productos en lugar de individuos sintientes, estos horrores no solo continuarán, sino que se intensificarán.

No hay forma humana de matar a un animal que no quiere morir, que siente miedo y dolor. Los horrores detallados en el informe de AWI –los aturdimientos fallidos, los animales desmembrados conscientes, los terneros que mueren asfixiados en camiones– no son anomalías; son la manifestación más cruda de un sistema diseñado para convertir vidas en productos al menor costo posible.

Frente a esta barbarie, el veganismo no es solo una opción dietética: es un acto de resistencia ética. La única forma real de asegurar que ningún animal sufra a manos de esta industria es no financiarla. Al elegir alternativas vegetales, no solo salvamos innumerables vidas del tormento, sino que también enviamos un mensaje claro: no estamos dispuestos a ser cómplices de esta crueldad sistemática. Es un acto de compasión, una protesta silenciosa pero poderosa contra un sistema que ha perdido su humanidad, si es que alguna vez la tuvo.